2. NACIMIENTO, BAUTISMO E INFANCIA

                                        2.1. Embarazo.

                                        2.2. Nacimiento.

                                        2.3. Purificación y bautizo.

                                        2.4. Lactancia.

                                       2.5. Infancia, escuela y juegos.

                                       2.6. Primera Comunión.

 

2.1. Embarazo

         Una vez casados, el matrimonio debería fundar una familia rápidamente y lo más numerosa posible. Por eso convenía que la esposa quedara embarazada cuanto antes y así demostrar a la comunidad que ella no era “jorra” o “machorra” ni él, impotente.

 Cuando la mujer se encontraba en cinta, su actividad doméstica y el trabajo en las tareas agrícolas no se interrumpían sino hasta el mismo día del parto. En los pocos ratos libres que tenía, preparaba el ajuar que iba a necesitar la nueva criatura. En la confección de este pequeño ajuar, y siempre en el caso de que se trate del primer hijo, solía estar ayudada por las abuelas y las tías del futuro neófito.

           No faltaban, ni faltan en la villa, mujeres “expertas” en adivinar el sexo del feto y así se lo comunican a la madre después de verle la barriga. Si ésta es redonda y hacia atrás aseguran que será niña y si, por el contrario, es una barriga empinada, no le cabía duda que se trata de un varón. El índice de error solía ser del cincuenta por ciento y como la consulta era gratis, las gente aceptaba de buen grado esa aseveración tan poco científica.

          Cuando la mujer había pasado nueve lunas de embarazo, esperaba a que ésta llegara a menguante que sería, sin duda, el momento de dar a luz. Tanto en Monroy como en los demás pueblos de la región las mujeres, sin explicarse la causa, creían mucho en los lunarios, de ahí que muchas paisanas lleven pendientes en forma de luna como símbolos protectores.

          2.2. Nacimiento

       Llegado el feliz acontecimiento, la parturienta se encomendaba a la Virgen y aguardaba en ocasiones sola el momento del parto. Este tenía lugar en la habitación de matrimonio del domicilio. La mujer se  echaba sobre la cama y era asistida por una partera o experta en partos. Tía Piedad la de tío Parrera, mujer práctica en estos menesteres, fue la que ayudó a mi madre cuando yo nací, de ahí mi respeto y consideración  hacia ella y este pequeño reconocimiento.  Le ayudaban otras del entorno familiar o vecinas que se encargaban de calentar agua y de lavar a la criatura y a la madre. En los días siguientes al parto acudía a casa de la parturienta para asear al niño y a la madre a cambio de un pago en especies, casi siempre alimentos.

        Era frecuente que el parto viniera mal y peligrara la vida de la parturienta. Así lo confirman los libros de difuntos del archivo parroquial, donde consta un elevado índice de mortandad de madres que fallecían en estas circunstancias. Si todo venía bien, el niño era cogido por la partera, quien le ponía boca abajo y le daba unas palmadas en el culito para que “rompiera a llorar”.

 

     

         Después de lavarle se le colocaba el ombliguero, un trozo de tela manchado con aceite rodeado de un pañal, además del culero, la mudita, el faldón, un gorro en la cabeza y los patucos en los pies.   A la madre para restablecerla se le alimentaba enseguida con un caldo de gallina, “que tenía mucha sustancia”,  para almorzar; unas sopas de jamón con huevo para cenar y un chocolate en el desayuno.         

          Hasta que el niño no se bautizaba se decía que era “moro”  o “morito”  y no se le llamaba con ningún nombre, e incluso, según nuestros informantes de edad, nadie se atrevía a besarle pues este hecho significaba lo mismo que besar el culo de la madre.

           A menudo el niño nacía muerto, entre otras causas, por venir de nalgas o enrollársele el cordón umbilical en el cuello. En este caso si no se le bautizaba en el mismo momento, se le enterraba en un lugar del cementerio destinado a los no cristianos.

    2.3.Purificación y bautizo.

          La madre no pisaba la calle en los ocho días posteriores al parto y la primera vez que salía era el día del bautizo de la criatura.

          Los padrinos del bautizado, en el caso del primer hijo, solían ser los que fueron de la boda. De los demás hijos, cualquiera que se ofreciera para ello dentro del círculo de familiares y amigos. Eran los encargados de llevar al niño a la iglesia para bautizarle, acompañados de los padres e invitados. Al neófito se le vestía para tomar el sacramento con las mejores galas, un traje de raso blanco bordado, que consistía en un faldón, una capa y un gorro.

          El acto de “cristianizar al niño”  se oficiaba en la “misa de paría”,  después de misa mayor, no sin antes el sacerdote haber purificado a la madre en la entrada del templo. Una vez bautizado, la madrina entregaba al niño a la madre pronunciando estas palabras: “me lo diste  moro,  te lo doy cristiano, Dios te dé salud para criarlo”. En ese momento los padres y padrinos ofrecían la nueva criatura cristiana a Dios colocándolo sobre el altar mayor.

          En cuanto al nombre que impondrán al bautizado, si es el primer hijo, era frecuente ponerle el del abuelo o abuela paternos o el del santo del día, aunque éste era más propio del juzgado.

          Después de regresar de la iglesia, el padrino obsequiaba a la chiquillería con caramelos o con monedas tiradas al aire, mientras la madrina convidaba a los invitados a chocolate y dulces.  A partir de ese momento, si los padrinos no eran de la familia, el tratamiento entre los compadres cambiaba del tú al usted.

    2.4. Lactancia.

         Aunque lo más frecuente es que la madre amamantara a la criatura hasta que ésta cumpliera un año, no siempre era posible. Varias eran las causas por las que una madre no pudiera darle el pecho su hijo, entre otras, porque la leche no salía bien por los conductos del pecho, porque la aquélla se alunaba, por fiebres “pauperales”, por falta de leche, o por pechos apretados, etc.

 Si el niño no mamaba lo suficiente se decía que estaba “engatado” y hasta que no le saliera la “gajera” no se podía desarrollar debidamente.

          Para que se le retirara la leche a la madre los procedimientos más corrientes que se seguían eran los de enjabonar los pechos , dar de mamar al niño o niña dos días sí y otros dos no, evitar que mamara por la noche y el de humedecer los pechos con agua de comino.

           Sin embargo, cuando un niño se “enviciaba” con el pecho y no lo dejaba fácilmente, pasado el año, los métodos más habituales y no por ello menos agresivos, para tal fin,  eran el de colocarse la madre un cepillo negro para que el lactante se pinchara cuando fuera a mamar y cogiera miedo, o el de untarse los pezones con especias picantes.

          Dos refranes aluden en el lugar al deterioro físico de la mujer cuando amamantaba al bebé: “el parir rejuvenece y el criar envejece” y “tirón de teta, arrugón de jeta”.

               

    Cuando la madre era de familia pudiente y no podía dar el pecho a su hijo   por alguna de las razones antes expuestas, con frecuencia se recurría a las papas de pan preparadas con harina y leche de vaca, o se buscaba un ama de cría o mujer que hubiera parido por esas fechas, quien se encargaba de alimentar a ambos bebés. A cambio, la “madre de leche”  recibía gratificaciones en especie durante el tiempo de lactancia las dos recién nacidos. A éstos se les denominaba “hermanos de leche”  y  a veces solía perdurar el reconocimiento de gratitud hacia la madre lactante de por vida y un cariño casi familiar hacia el infante con quien había compartido el pecho.

  2.5.Infancia, escuela y juegos.

          En estas edades los niños pasaban gran parte del día en la cuna o metidos en un carretón o taca de madera de cuatro ruedas, vestido con un culero y un baby o un mandilón y en la boca, un chupete de trapo untado con anís, o una rodaja de corteza de pan para que se le endurecieran las encías, todo ello sin ningún tipo de higiene básica y necesaria que evitara las infecciones.

          Aquellos que sabían andar, se movían con total libertad por la casa, e incluso salían a la calle con sus hermanos y hermanas mayores. Si el niño era de familia acomodada lo más común es que contara con una niñera que se encargaba de asearle, vestirle, darle de comer y sacarle de paseo, además de enseñarle a dar los primeros pasos y a balbucear las primeras palabras.Un refrán alude a esta etapa:  “Tropezando y cayendo, a andar va el niño aprendiendo”

         Los pequeños iban vestidos con un culero abierto por detrás para facilitar la evacuación en cualquier lugar, sin que en la mayoría de las ocasiones se les lavara y aseara debidamente. Esta falta de higiene hacía que muchos de ellos se contagiaran de enfermedades infecciosas de todo tipo. No era extraño ver a un niño con los ojos legañosos, irritaciones en la piel, infecciones en la boca, dolores de oídos, granos, dolores de vientre, diarreas, lombrices, etc.

         Existían remedios caseros para evitar ciertas enfermedades infantiles. Para que no se les pusiera el culito colorado, se le colocaba en la cuna una cruz de palo de moral que le preservaría de todo mal. Cuando le salían los dientes era costumbre darle en la boca con aceite y azafrán machacado frotándole las encías. Si tenía infecciones en la boca se le lavaba ésta con agua de saúco o con manzanilla, y si le salían llagas, el remedio más común era el bicarbonato. Para los dolores de tripa una “soba en la barriguita”  podía ser suficiente. Si la cabeza o “mollera”  la tenía blanda se colocaba sobre ella un pañuelo untado en aceite.   La mala alimentación y la poca higiene ocasionaban una alta mortalidad infantil hasta fechas bastante recientes.

         Los niños y niñas, hasta los tres años o cuatro años asistían todas los días a la “escuela de los cagones”. Allí pasaban gran parte de la jornada sin hacer prácticamente nada. Esta “escuela” solía estar regentada por una mujer de edad,  por lo general viuda, que se ayudaba para malvivir de los pocos ingresos que recibía a cambio de la guarda de los niños. ¡Quién no se acuerda de la escuela de los cagones de tía Antera!

         En la escuela entraban los alumnos a los cinco o seis años y permanecían hasta que empezaban a ser útiles a sus padres en las tareas agrícolas y servicio doméstico, aunque siempre dependía del nivel económico y de las necesidades familiares. Con todo, raramente cumplían los doce años en ella.

        Los maestros deberían enseñar a los varones, como mínimo, a leer, escribir, “las cuatro cuentas”, la doctrina cristiana y reglas básicas de urbanidad, y a las niñas, lo mismo, además de la costura.

     

          El material del que se disponía era tan escaso que se concretaba en una pizarra, un pizarrín, la cartilla de Rayas, el Catón, el catecismo de Ripalda y posteriormente, cuadernos, plumas y tintero, lápiz y “borra” , y las niñas, además, el bastidor de bordar.

        Después de las clases, tanto los niños como las niñas, siempre separados por sexo, quedaban en la plaza más cercana a su vivienda familiar para jugar hasta la hora de comer, por la mañana, o de recogerse, al anochecer. Los juegos de las chicas les servían, además de distracción, de aprendizaje lúdico para cuando fueran mayores. Consistía en jugar con las muñecas, casitas y al corro donde se entonaban canciones de amor. Los varones se entretenían jugando a los bolos, los toros, la guerra, las carreras de caballos, la peonza, pídola, etc.

         2.6. Primera comunión.

     

      A los seis o siete años los niños y niñas asistían los domingos a la catequesis, después de misa mayor, con el fin de prepararse para la primera comunión.

      No cabe duda que el día de la primera comunión era uno de más importantes de tu vida y no tanto, por su carácter religioso, cuanto por los vestidos que ibas a estrenar, por el convite y por los regalos que se recibían y, como no, por sentirse protagonistas por unas horas.

      Las familias modestas llevaban a sus hijos limpios, pero con una ropa corriente. Los niños con unas calzonas cortas, una camisa blanca, lo mismo que los calcetines, y unos zapatos nuevos; y un vestido también blanco, calcetines del mismo color y zapatos, las niñas.

      Las familias más pudientes se gastaban mucho dinero en vestir a los niños con trajes de marineros o de órdenes militares, rosario y misal, y a las hijas, con vestido blanco, velo de tul, guantes, calcetines blancos y zapatos de charol.

  

     

 

         Después de recibir la Sagrada Comunión, las madres con sus hijos visitaban a sus familiares y amigos para entregarles un recordatorio, a la vez que éstos obsequiaban a los pequeños con dinero. A mediodía se invitaba a un convite en el domicilio familiar donde la población infantil por un lado y los adultos por otro, comían un suculento almuerzo preparado con esmero por la madre de la criatura. No faltaban, por supuesto, los dulces y golosinas para la chiquillería. Por la tarde, los niños y niñas que habían recibido la primera comunión, iban de romería al campo, acompañados siempre del señor cura.

 

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