La familia nuclear, constituida por el matrimonio y los hijos no casados que conviven en la misma residencia, era la unidad básica de parentesco que ha existido siempre en Monroy, donde una rígida jerarquización de sus miembros, conservada hasta no hace mucho tiempo, implicaba el establecimiento de relaciones de autoridad y obediencia, superioridad y subordinación. No podemos obviar, por común, la existencia de una división en los papeles sociales de sus miembros ligada a las diferencias sexuales, en la que el varón era notablemente más considerado que la mujer.
El padre era el cabeza de familia que debía mantener al resto del grupo. Su autoridad no podía ser discutida por ninguno del núcleo e incluso, en el trato existía cierta distancia observable en la utilización del usted, en los permisos de salida, en el recibo del dinero para los gastos, y además, a los varones no se les permitía fumar delante de él hasta que éstos no iban al servicio militar. La principal función de la madre consistía, en cambio, en ocuparse de las faenas domésticas, administrar el poco dinero que le entregaba su marido, en educar a los hijos, y en muchos casos, ayudar al sostenimiento económico de la familia mediante la realización de trabajos agrícolas en la recolección de las aceitunas con otros “amos”. En cuanto a los hijos, los varones aprendían desde muy temprana edad a trabajar en el campo, de la mano de su padre. Privilegiado era el hombre si podía decirse de él que era trabajador, serio, honrado, fiel a su palabra, aficionado en el beber, aunque no borracho, y responsable con la familia. El ser mujeriego estaba curiosamente bien visto por la comunidad, siempre que no excediera de ciertos límites. Las hijas permanecían en el hogar con la madre, a las que se les inculcaba las virtudes de la responsabilidad, la honradez, el trabajo, la justicia, la sumisión... Las principales cualidades que debía poseer la mujer eran las de ser honrada, virgen, limpia, hacendosa y trabajadora. La pérdida de la virginidad en la soltera o el adulterio en la casada, constituía una deshonra para la familia. De hecho, si una joven esperaba un hijo, sin haberse casado, tenía que contraer matrimonio lo antes posible para reparar esa deshonra. Si el mozo, como a veces ocurría, no quería casarse con ella, surgían entre ambas familias conflictos eternos que no borraba fácilmente el paso del tiempo durante generaciones. Si quedaba la muchacha del servicio en cinta por su amo, cosa harto frecuente, lo mejor que podía hacer era marcharse a servir a la ciudad para no regresar jamás al pueblo.
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